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Madurez,

La Línea a 14 de noviembre de 2017

Ya hay poco que explicar a estas alturas de la vida; disminuyen las obligaciones sociales e impuestas.

Una de las primeras necesidades es dejar los sexy jeans demasiado ajustados y los empinados tacones para bajar a los tenis. Voy de glamourosa cuando me apetece y asisto a los sitios como creo que he de ir. A veces soy maravillosamente decadente; ni voy de progre ni me convencen las rastas. Preconizo el agua y el jabón. Aunque sea una ecomujer detesto el olor a humanidad: mi pituitaria no soporta el tufo a carnero y greña sucia. Y si quiero llevar un visón con vaqueros, lo haré.

No me gusta ir de “señora” (cursi, repeinada y conjuntada); prefiero lanzar mi personalidad al aire aunque al sector provinciano no le agrade.

Me quito peso de mis pestañas, las libero del rimmel; ¿qué más me da su longitud y espesor si mi mirada es más diáfana, segura, certera y desinhibida?

Ya no se me ocurre ir siempre de guapa, ni de fashion victim, ni filtrar la niebla con un colador; ya no hay excusas para los sueños.

Casi puedo soportar la estupidez del otro que me asaetea con su ego insuficiente, sus miserias adquiridas, sus fantasmadas y su vulgaridad. La gente negativa me arrebata energía.

Sí, las necesidades van dejando de acuciarme. Ya no me persigue el llegar. Prefiero dejarme ir por el mar de la vida. He roto el candado de mis emociones. Ya puedo decir lo que siento y si alguien me toca las meninges ni me molesto en contestar.

Paso de individuos trepas y buscavidas con las asaduras en la boca. No son mis intereses; yo quiero libar la belleza, compartir con los amigos, seguir el vuelo de un ave, ver crecer las violetas, aspirar el perfume de los nardos y cegarme con el sol sobre las olas. Cada vez me gustan más las pequeñas cosas y disfrutar de ellas.
Ya no quiero ir por el mundo en apnea, prefiero el oxígeno: así puedo disfrutar más tiempo del paisaje. Quiero poner aroma a las nubes, al camino, a la mañana.
Quiero sentir mi cuerpo sin castigarlo. Huir del ruido cuando sólo quiero oír mis latidos.

Aún me cuesta, bastante, dejar de complacer y ser educada con los groseros y prepotentes. No me va la casquería. Ya no aguanto a los onfálicos que devoran la dignidad de los demás, utilizándolos. Me molesta el humo digerido y apegostrado de los bares cutres, el olor a fritanga y el alcohol de garrafón: los colocones, si ha lugar, prefiero preparármelos personalmente.

¿Antisocial?: no lo creo. ¿Intolerante? : más inflexible es el que impide a los otros llevar una vida sana imponiendo sus vicios o gustos; en eso no pertenezco al rebaño.

Me siento como una gata: independiente y cariñosa, me gusta la compañía, pero necesito mi espacio (y si es abierto, mejor). Una cierta rutina me da seguridad y confianza. Como los gatos, necesito que la vida siga tal y como está…salvo excepciones. Y cuando llevo varios días sin usar el “rascador” araño y me convierto en leopardo o pantera, pero no os alarméis: soy un felino cuasi pacífico y mis manchas (léanse defectos) están llenas de amor por todo lo que ofrece la naturaleza, incluidos los humanos.

Todo esto es una declaración de intenciones, un proyecto de ley, tal vez una utopía o un gesto de free-lance.

Y sí, ya sé que soy una mujer descatalogada.

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